EL SOMBRERON SAM SON
o
La noche que nacieron las mariposas azules
Sam Son, fue apodado “el sombreron”, porque usaba un gran
sombrero negro adornado con cien castañuelas y (porque) no le contestó a nadie
cuando le preguntaron el nombre la noche de la redada. Era luna nueva, y a la
hora nona, en que caen los reclutadores por ranchos y veredas, él se regaló. Acababa
de cumplir trece años, pero por su estatura parecía con más de 17, como sus
compañeros. Protocolizada su entrega con un cabo sudoroso, lo subieron a
puntapiés al camión de los ganados.
Era una mezcla de; trampero enlatado desembarcado de
carabela, por las huellas de un hambre eterno; coronel de la independencia, por
sus largos y extravagantes mostachos rematados en bucles afeminados;
paramilitar por la mirada negra como tizón del infierno y, vacía como el agua
bendita, y, general de caballería por el vestido con colores de selva amazónica,
desfigurada en pixeles cuadrados, las botas jineteras de obrero metalúrgico y,
la voz de mando que retumbaba y escurecía el horizonte.
Su contextura era seca, con trazos cadavéricos por la exagerada
mandíbula, sus pómulos sobresalientes, barba cerrada, ensortijados buches
negros y abundantes, cejas espesas atrincherando sus ojos cavernarios, orejas
parabólicas como caracoles sin cara, cuello largo, tórax estriado de huesos,
largas y velludas piernas rematadas en dos estruendosas botas retintas de caña
larga.
Lo más extraordinario de su físico era ver como cambiaba de
color su piel mientras se uniformaba de pies a cabeza. Prenda a prenda, pasaba
del blanco natural, como almíbar en punto de nieve, al salir de la cama o el
baño, y al terminar de acomodarse el saco escamado de metales de colores,
medallas y medallitas de sus vírgenes y escapularios, entre el pecho y el chaleco
antibalas, era negro retinto como un hueco en el vacío.
Desde su primera noche lo tiraron en el establo y él se
acurruco entre las cuatro patas de un caballo tan negro como el agujero de un
cañón, sobre el que recorrió toda la geografía conocida, desconocida e
inventada.
Solitario por naturaleza, en el cuartel y en campaña andaba
solo, nadie le conoció madre, hermanas, amigas, novias, casa, o familiar. El tenía
un recuerdo vago de una mujer muy vestida, de cuerpo entero con largas telas
negras, llamada Cristina, que lo vestía de negro desde la cabeza, con un gran
sombrero negro con castañuelas, hasta los pies con unas botas negras, y lo
acariciaba más de lo mandado produciéndole dolores y cosquillas, hasta que en
un desafortunado encuentro se partió la nuca y, sin saber que hacer, comenzó a
vagar por veredas y caminos. Cristina
fue encontrada en tal estado de enajenación que la declararon muerta por éxtasis
(barroco) místico.
II
Sam vio pasar a las indígenas de largo y sintió erizársele
la piel. Iban en un corro alegre y despreocupado, a paso indio, sin huella, con
su descendencia en el costillar y la risa aleteando en el aire, sin dejarse
deslumbrar por el brillo de sus fusiles, de sus coronas, de sus charreteras,
del bozal de sus cuadrúpedos, ni los berridos altaneros de todo el escuadrón, y
perderse en un abrir y cerrar de ojos, entre la refracción del aire a un mundo
sin blanco fijo.
El general estiro sus bigotes. Se rasco la nuca como nunca.
“estas indias nunca reconocen ni muestran obediencia y respeto, pero ya verán
estas. Van a aprender que la descendencia es conmigo”.
Horas después, con el accionar propio de un militar de
carrera, aguardo agazapado entre su propio silencio sepulcral, la entrada de la
luna ausente como un disco negro y silencioso, sin ritmo ni poema, y, sobre su alazán,
salió a remontar, solos, los perfiles del paisaje, buscando el resguardo
indígena, detrás de las cañadas transparentes que llevaron el paso de sus
cascos rio arriba, donde Nabuzimake abrazaba el nacimiento de los alevinos de
la próxima pesca del cuarto menguante, y sintió el latigazo a todo lo largo de
la medula espinal activando sus chacras magneticos.
Esa misma noche con el mejor ambiente de luna nueva, noche
oscura como a él le gustan para sus conquistas, cruzo la cañada y entro a las tierras
del resguardo, vestido de sus mejores galas: un inmenso sombrero negro con
castañuelas, una capa negra cargada de festones más negros que la noche, blusa
de raso negra como el carbón, y contra el piso unas patas de cuero renegro con
espuelas de plata relampagueantes, y, los más selectos argumentos musicales
como cantos de hienas, al compas de las notas negras de sus alaridos
carnavalescos, con los que intento llamar la atención y hacer su presentación,
como cantante “para la damitas aquí presentes”. Pero en el resguardo nadie
escuchó, todo el lugar fue una mole impenetrable de roca sin vida.
No se movió una hoja, no se detuvieron los caracoles, no se
percibió olor alguno. A nadie veía, nadie lo veía, solo, en medio del negro
ilimitado de la madrugada yerta de jirones negros, sin recibir eco ni a diestra
ni a siniestra, quedo sin alma.
Sam no comprendía, Son no quería saber, Sam ya no era Son porque
todas sus artimañas seductoras murieron en medio del aterrador silencio
apocalíptico de esa escena inorgánica y fría,
sin el menor asombro de vida y deseo. Cuando sacudió las castañuelas de
su gran sombrero, y el redoble de la onda expansiva no despertó emoción alguna,
porque todos dormían, todos viajaban por el astral de nueve círculos.
Afino de nuevo sus bandoleras, estiro sus cueros, cargo y
recargó su arcabuz Winchester, calentándolo para la acción, brillo sus metales como
si fuera un instrumento musical, ajusto su armónica a la altura de su boca,
tarareo en su mente demente nuevas tonadas y todo su cuerpo se electrocuto y se
descompuso en una bandada de ratas que arremetieron contra todo, devoraron
recuerdos y alimentos, y sacaron a tarascazos a todas las mujeres de sus sueños
y futuros, y las tiro a un rumbo desconocido por el mismo, hasta que en medio
de la encrucijada de enredos, cruces, vientos y maderas, cuando los chillidos
aturdían su entendedera, la civilización le dio la bienvenida.
III
Los sentidos del cacique Nabuzimake se multiplicaron
desmesuradamente como los felinos montaraces, y se transformó en vapor de
clorofila, navegó por las venas ocultas de los vegetales, hasta parar en medio
de la chagra convertido en maíz, respondiendo el mensaje que le dieron las
gotas de agua, zumbándole la música de auxilio sobre la nuca. Solo encontró las
pirámides vacías, las esteras abandonadas y la apabullante ausencia de las
niñas, jóvenes, mujeres y abuelas, de tal suerte que en medio de la desolación
y el caos, descubrió las huellas negras de su caballo, y jugando con la tierra
de la huella entre el pulgar, índice y corazón, los conoció a los dos, en pesos
y medidas, color de su sangre y sabor de la saliva.
La brisa de las libélulas, acudió a su encuentro, que
siempre le trae noticias y predicciones, visiones y decisiones, unas veces a favor
otras en contra, por eso, desde el principio de los días y desde las alturas
congeladas de hielos permanentes hasta las selvas y los desierto, nadie puede
cerrarle el paso a una libélula. Fue una libélula negra, de zumbido
transparente como pompa de arcoiris, la que lo llevo, solo, hasta la
encrucijada de maderas preciosas, en los límites de la selva jabonosa de los espectros
milenarios, donde perdió el rastro del son de la palpitación de las mujeres, porque
dejaron de vibrar las emociones, entonces, ahí mismo se sentó sobre la sombra
de los pasados, a esperar que las risas y los aromas de sus mujeres se
rebelaran de su presidio y volaran convertidas en alas del viento nocturno. Al
regresar.
Espero sentado mientras sus pensamientos se convertían en saltamontes
que brincaban en todas direcciones. Verdes como las hojas de las hierbas
sagradas, rojos como los frutos de la carne, jaspeados como los ojos de las
aves ciclópeas, negros para alimentarse del fuego y las cenizas, blancos como
la canción del maíz, y cada cual con su recuerdo y su deseo saltaban sobre
cuerdas de violín penetrando todos los destinos y todas las miradas, hasta que
descubrieron a sus mujeres sonámbulas, como paisanas sin descifrar su paisaje y
su macondo.
Uno por uno se acomodó en los pabellones del oído, bajo el
cabello y sobre sus pensamientos, y comenzaron su sinfonía de recuerdos hasta
que de tumbo en tumbo, todas comenzaron a cantar canciones que nadie entendía,
pero todas cantaban la misma tonada.
Los grillos y las libélulas, de color indescriptible, le
trajeron a Nabuzimake noticias alegres después de tanta soledad, después de
quinientos años, sin que se supiera que fue de ellas, sus destinos, y, con
pelos y señales le indicaron donde se encontraba el hombre del gran sombrero
negro adornado con castañuelas, negro de pies y manos, camuflado de mariscal,
que secuestro a sus mujeres, a su lengua, a su sangre, a su descendencia.
Los mapas descritos los descifraron sus pies, sus alas, su
piel y su ira. Hizo los primeros vuelos en cuerpo de búho, batió sus alas sin
descanso, se dejo llevar por los ríos bajo sus aguas para ser gota de aliento
hasta que toco tierra.
Convertido en polvo del camino se dejo arrastrar hasta los
pies de San Son, enfundado en sus ropas de militar, negro escorbuto, negro
pólvora, negro destino, y viajo como su sombra hasta un bosque sagrado de
datura, donde se convirtió en bandada de murciélagos de alas rojas.
No tuvo tiempo de montar en su caballo, ni de tocar su
guitarra, ni su trompeta, no tuvo tiempo de entonar el himno nacional, ni
articular consonante alguna de despedida cuando hicieron festín con los ojos,
la lengua, la piel y la carne, la sangre y la hiel, y la gracia de Son.
Tan pronto los huesos de Sam cayeron sobre la tierra como un
derrumbe de vitrales negros, la Pachamama ondulo al ritmo de las marimbas, el
agua hizo truenos desde las nubes y se precipito como una fiesta de estrellas
tranparentes, cuando las mujeres, raptadas ayer, antes de ayer y desde las
espuelas y las pelucas, comenzaron a parpadear sus alas y brincar al aire viajero
convertidas en mariposas iridiscentes, invadiendo con su azul de plata todas
las áreas del cielo, en una algarabía festiva e incontrolable, en multitud
incalculable de pasados y futuros, eran una plaga de canciones al regresar a su
selva, a sus praderas, a sus llanos, a sus chagras.
Su caballo perdió el rumbo, y sonámbulo se aventuró hacia
adelante, hasta que sobre el pedregal de los desiertos recónditos, su estela se
perdió detrás la neblina y los vientos amarillos donde nace el agua.
Desde ese tiempo cuando la luna se esconde, nacen las brillantes
mariposas azules que traen el recuerdo indeleble de su rapto traicionero, tatuado
al borde externo del resplandor de sus alas como una larga lagrima negra, al
final del vuelo.
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